top of page

Sobre el Paro y Tríptico de la Infamia de Pablo Montoya

Actualizado: 13 sept 2023


En medio de la coyuntura en torno al Paro Nacional vimos, en su mayoría por medio de videos grabados por personas del común e incluso por los mismos actores violentos, cómo hombres vestidos de blanco le disparaban a la Minga indígena en medio de las protestas de Cali los días pasados. Adicionalmente, vimos un video de dudosa procedencia en el que un supuesto indígena declaraba que era un paro armado, en un contexto en el que en Cali le estaban cobrando peaje a los transeúntes solo por transitar en su ciudad (la ciudad de… ¿quién?). Estos hechos dieron resultado a un debate colectivo en el que el presidente les dijo que se “regresen nuevamente a sus resguardos”, algunos apoyaron la protesta enalteciendo a los indígenas pensándolos como una masa homogénea (como si todos hicieran parte de la protesta) y otros mostraron su racismo. Con el comentario del presidente y con las exigencias del CRIC (Consejo Regional Indígena del Cauca) es evidente que hay una carga histórica, una herida, de hechos violentos que sucedieron hace mucho más que 100 años.

ree

Hechos que Pablo Montoya narra con una prosa increíble en una novela que hace, precisamente, una revisión histórica al narrar de forma diferente a la convencional la época de la colonia, tanto en América como en Europa Occidental. En Tríptico de la Infamia Montoya pone en escena a tres pintores europeos y problematiza la Historia que creemos conocer sobre el genocidio indígena al mismo tiempo que pone en evidencia la ausencia de verdades absolutas y lo ficticio que resulta hablar sobre eventos históricos.


Pablo logra plasmar la violencia que sufrieron los indígenas sin idealizarlos, pero también sin tratarlos como salvajes incivilizados.


Además, es una novela sobre el arte de la pintura y sobre cómo narrar (tanto en esta como en la literatura) esos hechos violentos y sobre narrar la Historia, con lo ficticio que implica ese concepto. Los tres protagonistas son artistas, son pintores y vemos cómo los tres tantean cómo los afectan esas violencias que ellos no están viviendo pero que saben que están ocurriendo y cómo plasmarlas en su arte de la mejor manera (aunque uno de ellos sí las vivió porque su esposa y su hijo fueron víctimas mortales de la guerra religiosa en la que vivían, solo por ser protestantes).


Además, me parece interesante que ninguno de los protagonistas vive directamente la violencia de los indígenas con relación a los hechos que están sucediendo en el país. Si bien es cierto que hoy en día la información y los medios de comunicación están más democratizados, quienes narran por medio de sus redes sociales no son las víctimas mortales de estos días, un muerto no puede hablar. El deber moral hoy, entonces, parece ser no solo no permitir que estas víctimas queden en el olvido, sino también cómo dar cuenta de estos hechos violentos sin transgredir la dignidad de las víctimas y de sus familiares.


Montoya es sensato y no llega a exotizar la violencia convirtiendo al espectador en un voyeur de lo que para las víctimas fue un hecho traumático. Lo que me lleva a preguntarme si quienes están denunciando la violencia policial de estos días en contra de los manifestantes están cayendo en exotizar al grabar y compartir en exceso escenas en las que se ve explícitamente agonizando a la víctima, en estado crítico por haber perdido un ojo o estar gravemente herida. Y si al hacer eso, al sobre-compartir estos hechos de forma explícita, hacemos que la denuncia al finar pierda su sentido o su significado. O si se reproduce algo grotesco o si lo grotesco es reproducirlo. Sobretodo cuando es una mujer a quien se retrata: “La desnudez en el asesinato siempre tiene visos de obscenidad, […]. Basta detenerse en los pies de la mujer, en su sexo -una vulva ligeramente oscurecida por un toque perfecto de buril- que se oculta entre los muslos con algo de provocación, para darse cuenta de que estamos ante un detalle de excitación grotesca” (279-280). (Para pensar más en esto recomiendo el video de Camila Cadavid puesto al final de este texto). Al contrario, Pablo Montoya logra trasmitir una sensación de desasosiego e interpela a la lectora recordándole que ese salvajismo no era solo parte de los españoles, ni solo de los católicos, ni solo de los indígenas, sino de la humanidad en general:


La humanidad siempre está al borde del abismo y su sed de destrucción no disminuye. […]. No, luego de las matanzas lo que queda es el olor ácido y dulzón de la sangre y el de la podredumbre de los cuerpos desmembrados. […]. Desde entonces, trato de no hacerme ilusiones frente a la criatura humana. […]. Somos inobjetablemente oscuros y ante las formas de la pavura terminamos por caer seducidos. No, más allá de las tinieblas no hay fulgor. Solo más tinieblas, y el inmenso terreno del desamparo. (177).


Y más adelante:


Sí, le podría demostrar con suficiencia que, pese a las comodidades de la tecnología y las bondades de la ciencia, mi tiempo es quizás más pavoroso que el suyo. Pero acaso él diga que el hombre ha sido, es y será siempre una criatura devastadora, y el padecimiento por él provocado, por una razón u otra la constante de la historia. (269).


Por otra parte, no es nada gratuito que todos los protagonistas sean pintores, ya que la pregunta por cómo narrar la violencia se hace desde el lugar específico de la pintura, de tal forma que esta es una novela en la que se “reescribe la historia a través de un lenguaje visual”. No solo en tanto que muchos de los sucesos se transmiten en imágenes, sino en tanto que se hace un análisis e interpretación de algunas obras. (Vaya a la publicación en la página de Las Foráneas en Instagram y Twitter sobre esto, link al final del texto). Algo común en todas, de nuevo, es el desasosiego que es lo que al final parece unirnos como humanos.


Montoya nos recuerda que todos, en nuestra maldad, somos humanos; pero también nos recuerda que somos radicalmente diferentes. Por cierto, razón por la cual yo creo que él no puso a ningún narrador que fuera indígena, porque él no lo es. Lo que nos une parece ser el mal y lo que nos separa parecen ser abismos desde donde hablar del otro es una irrupción que nos saca de nosotros mismos:


“Fue extraño verse frente al cuerpo del indígena. Inmóvil y mirando hacia el cielo, Kututuka dejó que los pinceles le fueran acariciando el cuerpo. […]. Pintó cruces, anclas, blasones entrelazados en los carrillos en los que sobresalían el trébol, el diamante la pica y el corazón. […]. Luego fue el turno del indígena. […]. Le hicieron, con unos pigmentos blancos y rojos, unas manchas abstractas que, en vez de situar el cuerpo en alguna coordenada especial, lo arrojaban a un interregno donde se intentaba definir un misterio fragmentariamente. […]. Esta faz de lo ambiguo tenía que ver, quizá, con códigos a los que Le Moyne jamás accedería” (80-81).


Y más adelante:


“Sé que son hombres como nosotros, pero también sé que son diferentes de nosotros. Tan radicalmente distantes de lo que somos, que no quisiera reunirme con ellos una vez más” (222).


Cabe aclarar que en la primera cita se narra la experiencia de Jacques Le Moyne y en la segunda la de un personaje distinto, con lo cual se muestra que la experiencia con el Otro no es homogénea. Montoya no busca generalizar sino contar particularidades, de nuevo, problematizar.


En últimas, Montoya “se pregunta por la relevancia y competencia de la obra de arte como mecanismo estético para denunciar los horrores producidos por la religión, la obra de arte como documento histórico, y ese es uno de sus grandes logros”. En esta novela se pregunta por cómo la violencia, los hechos violentos, permean otros lugares y dejan huella. Eso es lo que estamos viviendo, tanto en la novela como en la narrativa que estamos creando en estos días, un ciclo de violencia que parece no acabar y que nos compete a todos como humanos.

Comentarios


bottom of page